lunes, 21 de febrero de 2022

A propósito de Belmonte


Nadie lo sabía, aunque tampoco era un secreto, aquel personaje entrañable volvía a inspirar a aquel hombre que se inventaba historias reales.(El que escribía aquellos escritos jugaba con lo real y lo ficticio por eso escribía cosas sin sentido, por eso escribía, “-se inventaba historias reales-”, no se puede inventar una historia real, si se inventa una historia ya no es real, era su forma de atraer la atención de quien leía, evidentemente todas las historias eran reales, también quería conmover a los familiares de Belmonte, a quienes en forma de escrito pediría disculpas por nombrarlo por su apellido y no por su nombre, su nombre era Eduard, Eduard Belmonte, pero en la empresa era el eterno y entrañable "Belmonte", el metrólogo de ICD)


  Las semanas 6 y 7 de 2022 fueron semanas de óbito, primero fue la entrañable vecina del piso de abajo, Arobe, la vecina Judía que llevaba tatuado un número en el antebrazo. El entierro de Arobed había sido un entierro diferente a cualquier otro, era un entierro bajo el ritual judío. No hubo misa como solían hacer los cristianos, unos rabinos rezaban en susurros frente a la persona fallecida, tampoco había nichos, Arobed había sido enterrada en el suelo, bajo tierra y sobre su lápida yacian un puñado de piedras y un farolillo. En todas las tumbas de alrededor seguramente se había seguido el mismo ritual, en todas ellas había piedras y farolillos sobre las lápidas. Las piedras eran símbolo de eternidad del alma y los farolillos formados por una vela dentro de una caja, para que la llama no se apagará, eran en memoria del ser querido. (El que escribía no quería en ese momento escribir sobre Arobed, pero Arobed había dejado huella en su vida, mientras contemplaba su entierro, en el cementerio judío de Collserola, se había prometido así mismo que algún día escribiría una historia en la que ella sería alguno de sus personajes, la vecina que estuvo en un campo de concentración y a la que un dictador trajo a España. Las referencias a Arobed le servirían de introducción al motivo de aquel escrito, Belmonte, “El que reparaba aquel reloj del teatro Liceo”, "El hacedor de ranitas”, otro de sus grandes maestros que también volaba a otro lugar.


 A la semana siguiente del fallecimiento de Arobed, le comunicaban la inesperada muerte de Belmonte. Llevaba semanas escribiendo a propósito de Serdan, su gran maestro en muchas cuestiones laborales y también de vida.

  Serdan rondaba la misma edad que Belmonte, y Belmonte, al igual que aquel hombre que escribía, también había transitado las enseñanzas y aventuras de Serdan. (El que escribía estaba preocupado por la vida de Serdan, con quien tenía mas contacto que con Belmonte y quien al igual que el antiguo relojero, ya rondaba los 90 años, por eso en aquellas semanas estaba escribiendo una historia de Serdan. La noticia repentina de la muerte de Belmonte fue desconcertante. Todo había sido muy rápido, Belmonte había fallecido el día anterior. Ese mismo domingo aquel hombre había pasado frente a la puerta de su casa en uno de sus trasiegos runeros, y apunto estuvo de tocar al timbre para saludar a aquel viejo compañero. El destino es así, cuatro días mas tarde le comunicaban su fallecimiento.)

  Necesitaba ir al tanatorio para arropar a la familia, les trasmitiría en pocos minutos la huella que Belmonte había dejado en él, intentaría arroparles al igual que Belmonte le había arropado a él años atrás. (Días mas tarde escribiría estas palabras que ahora leéis, y el escrito por Serdan quedaría a la espera para otro momento)

  Allí estaban su hijo Eduard, su hija Cristina y su nieta Claudia, seguramente estaría toda la familia, María, Ingrid, Ferrán, Nuri, Marc... e incluso probablemente su bisnieta Joana. A pesar de que muchos opinan, probablemente sin saber, que una muerte a los 90 se considerara algo natural, solo las personas que conquistan ese momento conocen el dolor y el sufrimiento, y solo las personas a su alrededor saben el vacío y la tristeza que deja en sus vidas, vacío y tristeza que luego el tiempo va encauzando en forma de plenitud. Aquel hombre había estado en otras ceremonias de óbito de personas mayores, pero la de Belmonte en especial le había golpeado, e incluso sorprendido, todos lloraban, él mismo no pudo remediar un llanto cuando se presentaba ante la familia de Belmonte, y cuando Eduard le explicaba que Belmonte había sufrido hasta decir basta y dejarse llevar.

  Le había emocionado sobremanera ver llegar a la familia, a la que no conocía, observar que Nuri, la nuera de Belmonte, llevaba el libro de fotos de los compañeros de empresa entre sus brazos, le puso la angustia y tristeza a flor de piel. También el entrañable Belmonte compartía con él la pasión por aquella empresa que tanto les había dado.

  Su hijo Eduard decía que amaba a la empresa, y así era, de hecho la familia muchas veces le recriminaba en positivo que siguiera trabajando tantos años después de su jubilación. Todos los días se levantaba a las 5 de la mañana para repetir su ritual, constante y puntual, de desplazarse andando desde la zona de plaza Universidad hasta plaza España, para coger un autobús que le aproximaba hasta Viladecans, una vez allí otro le llevaba a Sant Climent, a la empresa en la que también trabajaba el hombre que escribía estas palabras. Todos los días llegaba puntual al bar "Vendrell", tomaba un café, ojeaba el periódico y entraba a trabajar.

  El que escribía la historia tenía mala memoria, probablemente por eso escribía, para registrar sucesos inolvidables de su vida y que estuvieran a su alcance de forma nítida en el momento en que su memoría los perdiera entre tantos y tantos episodios vividos y por contar.

  Había olvidado el detalle de muchas de las charlas y experiencias que con Belmonte había compartido, pero su memoria sensitiva era perfecta, las sensaciones de plenitud, respeto, admiración, gratitud y fortuna eran imborrables e inolvidables. Tenía 22 años cuando lo conoció y Belmonte ya cumplidos sus 58 años. A los 58 años de bagaje aflora en el individuo cierta sabiduría.  Muchas personas hacen balance de su vida a esa mediana edad adulta, su carácter se refuerza, es como si empezara la cuenta atrás, y muchas veces es cuando uno despliega, sin darse cuenta, todo su potencial histórico, aconsejando, enseñando, dando ejemplo, suavizando el carácter forjado de tantos errores y aciertos, para trasmitir a sus seres cercanos y a generaciones futuras todo su bagaje.

  Ya de niño, el que escribía se sentía atraído e hipnotizado cuando escuchaba a los mayores contar historias y anécdotas de tiempos pasados, historias que al igual que a Belmonte les convertirían en personas sabías. Por eso ya desde joven agradecía y valoraba sobremanera tener la suerte diaria de trabajar con Belmonte. Veintitrés años duró esa enseñanza diaria, aquel master infinito, aquel doctorado de la vida duró hasta que Belmonte decidió que 81 años ya eran muchos y que era tiempo de volcarse en su esposa y en su familia. Pero el que escribía era un ladrón de almas, y la de Belmonte no la dejaría escapar tan fácilmente, cada año le llamaba por teléfono o le picaba a la puerta solo para saludarle.

  Y volvía a repetir la misma frase del inicio, Nadie lo sabía, aunque tampoco era un secreto, aquel personaje entrañable volvía a inspirar a aquel hombre que se inventaba historias reales, nadie sabía que muchas veces coincidían en el autobús, nadie sabía que el ladrón de almas aprovechaba todos los momentos de aquellas enseñanzas que recibía, aquellas historias que Belmonte le explicaba, aquellas historias de su infancia y juventud, historias de posguerra, que le habían enseñado que las prisas no son buenas y que siempre hay tiempo para todo, que la juventud no tiene edad, historias de un reloj a las puertas del cual el hombre que escribía quedaba todos los fines de semana con su amada María, resultó que aquel reloj era el que Belmonte reparaba en sus tiempos de relojero, el reloj del teatro del Liceo,...tantas enseñanzas, "cuídate David y no corras tanto" le decía al entusiasta proyectista. Nunca dejó de correr, pero tal como le aconsejaba Belmonte, ya no corría tanto. 


  Nadie lo sabía pero Arobed, la vecina entrañable, tenía la misma edad que Belmonte, dos vidas paralelas de una misma época, dos culturas diferentes en un mismo instante de la historia, dos infancias similares golpeadas por la guerra, Arobed por el nazismo y Belmonte por el franquismo, dos despedidas solapadas casi en el mismo momento de aquellos tiempos de pandemia.

 Su memoria de los hechos no daba para mas, pero el ramo de flores, el álbum de fotos y la ranita depositada sobre su urna de cristal serían inolvidables. Curiosamente tal vez faltaba su pipa. Siempre fumaba en pipa y ese fue el regalo que sus compañeros de trabajo le hicieron años atrás a modo de despedida. Seguramente su familia guardaría dicha pipa entre otras cuantas en algún rincón o vitrina, como otro tesoro y recuerdo de Eduard.

  El chico que corría sabía que tenía una de aquellas ranitas que Belmonte le había regalado años atrás, pero quiso buscarla y no la encontró. Apenas conocía a la familia, y aunque sabía que seguramente le entregarían encantados una de aquellas ranitas de Belmonte, no se atrevió a pedirla, así que decidió buscar una solución.

  El que escribía aprendería a elaborar las ranitas de Belmonte, aquellas ranitas diminutas que Belmonte realizaba y que regalaba a sus personas cercanas, incluso en algún establecimiento de su barrio se podían encontrar o en la farmacia, algunas hechas con billetes de autobús y que le habían servido para trascender a los demás, para trascender la grandeza de su persona. 

 A partir de aquel momento el chico con el que muchas veces iba en el autobús intentaría mantener la tradición de Belmonte, y las regalaría para recordar su figura, cada vez que las regalase diría que un gran compañero le enseño a hacerlas y que se llamaba Eduard Belmonte, el relojero, el verificador, el entrañable, el maestro, el sabio que incluso en la hora de su muerte se mantuvo fiel a sus principios, partiendo hacía otro lugar lejano a la una en punto, ni un segundo arriba y ni un segundo abajo.

  Días después de aquel escrito estallaba la incertidumbre en Europa, ni siquiera una pandemia mundial había frenado el individualismo materialista que asolaba a la humanidad, tal vez volvían los tiempos de guerra. Comenzaba la invasión rusa de Ucrania, su ejercito se desplegaba y se iniciaban los primeros bombardeos.

  El hombre que escribía lanzaba, en forma de foto, su bombardeo particular. 

  Ethel había alineado sus ranitas, el ejercito de Eduard Belmonte ya estaba en marcha, ordenado y preparado para una explosión de colores, esperanza y ejemplo de errores que no se podían volver a repetir.

  Descansa en paz Eduard, entrañable y querido por tu familia y tus amigos, y por supuesto por tus compañeros de trabajo a los que tanto nos enseñaste, hasta hoy mismo seguimos desplegando tu legado.













1 comentario:

  1. Qué homenaje más hermoso, David. Leerte es sentir emociones siempre.
    Gracias por compartir esos sentimientos.

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