Carlos se había planteado abordarle la próxima vez que viniera. La cara del chico que visitaba a Marina le recordaba a David, aquel chico con el que había coincidido treinta y ocho años atrás haciendo la mili en Sant Climent de Sescebas. Habían militado en diferentes regimientos: David era ingeniero, y Litus había ido a parar a artillería. Apenas se conocían ni habían estado juntos, pero saber que los dos eran de Sant Boi de Llobregat les generaba, en aquella época, cierta hermandad. Además, Carlos había sido compañero de clase de aquella chica, Roser, que había sido novia de David. Su primer amor fue Adela, en su infancia; su segundo amor fue Roser, en su adolescencia; y su gran amor, su amor final, era Maria, a quien llamaba así en sus relatos.
El que escribía llegaba junto a Maria y sus hijos a visitar a Marina, que, como otras muchas veces, permanecía ingresada en lo que ya era casi su segunda casa. Más de quince años de hospitales le habían concedido una cotidianidad y conocimientos en la materia que prácticamente equivalían a una doctorado en hospitales. Muchas veces corregía con acierto a enfermeras y doctores. Además, había aprendido, muchas veces a base de reveses, muchas experiencias de las diversas personas que, en tantos años, habían compartido habitación con ella. Este escrito era el resultado de una de esas coincidencias de Marina con personas que, al igual que ella, formaban parte de ese mundo de los hospitales. En este caso, la persona era Carlos, el Litus del comienzo de este escrito.
Su aspecto había cambiado radicalmente en tantos años. El tiempo había hecho mella en su vida y en su aspecto, pero en su espíritu, en su mirada, aún brillaba la ilusión del adolescente que fue. La grisácea y larga barba habían impedido que David le reconociera o se fijara en él. Ninguno de sus conocidos tenía ese aspecto, pero Litus tenía claro que el chico que visitaba a Marina era David, y por eso le abordó decididamente.
—¿Te llamas David?
David no entendía a qué venía esa pregunta, pero, al mirarle a los ojos, le invadió esa sensación de hermandad como la que habían tenido décadas atrás en la mili.
—Soy Carlos, Carlitus, Litus para los amigos. Hicimos la mili juntos, y yo iba a la clase de Roser, la que fue tu novia.
Marina se agarraba a la barra de acero que soportaba el sistema de goteo de la bolsa de suero, mientras David y Litus se daban la mano y un abrazo.
—Cuida de mi sobrina —le decía David, como presentación del motivo de sus visitas.
Litus llevaba años sufriendo fibromialgia, y los últimos años de su vida no habían sido fáciles. Resultó que Litus se había convertido, con los años, en un personaje peculiar. Aún seguía siendo el niño de la mili. Guardaba en la taquilla y en los cajones del hospital bollos de pan que sustraía de las bandejas que las enfermeras dejaban en un rincón que él conocía, al igual que lo hacía en sus tiempos milicianos, cuando guardaba en las taquillas del regimiento las sobras de la comida. Litus era un experto en el "contrabando" de alimentos. Y Marina se reía cuando salían de paseo por los pasillos del hospital y Litus aparecía con los bolsillos cargados de comida: la mitad de contrabando y la otra mitad comprada con cariño para Marina, a la que cuidaba tal como su compañero de mili se lo había pedido.
Así había sido el personaje, la gran persona que había alegrado la estancia de Marina en otro de sus muchos ingresos.
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